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Secre­to a voces

Isa­bel Escudero

«El impul­so de saber y de que­rer, fru­to del miedo,
es la raíz de nues­tros sufri­mien­tos psicológicos.»
Éric Baret

¿Qué es lo que de ver­dad «se sabe»? ¿Será aque­llo que uno no dice? Por­que uno, lo que dice que sabe, qui­zá sea aque­llo que sir­ve para tapar lo que de ver­dad sabe. Uno está siem­pre «infor­ma­do» por lo de antes, por lo que espe­ra, por lo que pre­go­nan los que saben, y en este pro­gre­so del saber infor­ma­do, hemos lle­ga­do a la cúspide.

Hoy, más que nun­ca, impe­ra la acu­mu­la­ción de sabe­res y opi­nio­nes, o dicho al modo de Juan de Mai­re­na: «lo que sabe­mos entre todos, eso que nadie sabe». Uno no pue­de tener un saber des­pren­di­do, pri­me­ri­zo, unos ojos lim­pios. Sos­pe­cha una pre­sun­ción de malig­ni­dad en el aire que res­pi­ra, en el agua que bebe, en los nudos recón­di­tos de su cuer­po. Y vivir hoy, pare­ce que con­sis­te en ir con­fir­man­do esa malig­ni­dad sos­pe­cha­da por el pro­pio saber de ella por pro­nós­ti­cos y esta­dís­ti­cas; y, mien­tras tan­to, por deba­jo de ese saber de uno y los otros pasa de ver­dad algo que no se sabe, des­co­no­ci­do, que es siem­pre en cada caso, a cada vez, a cada lati­do, impre­vi­si­ble, impre­de­ci­ble, abier­to a un sin fin de posi­bi­li­da­des y, por tan­to, posi­ble­men­te mila­gro­so, con una sola con­di­ción: des­car­gar­le del obs­tácu­lo de ese otro saber de uno y de las auto­ri­da­des, de los espe­cia­lis­tas: polí­ti­cos, cien­tí­fi­cos, expertos…

Nun­ca podre­mos saber has­ta qué pun­to, sin la inter­ven­ción de ese Saber Infor­ma­do, ocu­rri­rían cosas impre­vis­tas, con­tra todo pro­nós­ti­co, en vez de que pase lo que tie­ne que pasar por la pro­pia deter­mi­na­ción del pro­nós­ti­co. Por­que lo obser­va­do no deja de ser modi­fi­ca­do por el obser­va­dor mis­mo, con­fu­sión no reco­no­ci­da ni por la Cien­cia, ni por la con­cien­cia per­so­nal de uno, que siem­pre vive de la ilu­sión de «obje­ti­vi­dad», de que sabe y entien­de lo que pasa y, por tan­to, tie­ne la res­pon­sa­bi­li­dad de actuar, de tomar medi­das, como si se supie­ra, ante lo que de ver­dad no se sabe.

Como si la Cien­cia olvi­da­ra que ella mis­ma no es más que una for­ma de len­gua­je que va a dar cuer­po y con­te­ni­do a algo que sólo por ella va a ser deter­mi­na­do y cons­ti­tui­do. Y, en el caso de la idea­ción en esa otra ins­ti­tu­ción que es la per­so­na, como si se cre­ye­ra que eso de la per­so­na de uno o de una es algo más que un con­glo­me­ra­do de ideas que se vie­nen a cebar en algo que había antes, algo que pasa­ba, algo que vivía.

Pero, ¿qué es lo que mue­ve tan deci­di­da­men­te a esa actua­ción, a ese inter­ven­cio­nis­mo del Saber sobe­rano y que por igual mue­ve a la Cien­cia o la Reli­gión que a la per­so­na par­ti­cu­lar? El mie­do, la des­con­fian­za hacia lo des­co­no­ci­do, la pre­sun­ción de malig­ni­dad y su nece­si­dad de con­fir­ma­ción para que así se afir­me el poder sobe­rano, tan­to el de la auto­ri­dad como el de mí mis­mo, que así seré sin duda el que soy y que por ello he sabi­do gober­nar «mi vida» y orde­nar el mundo.

¿Qué sería enton­ces lo que «se sabe»? ¿Sería, pués, jus­to lo que nun­ca pue­do saber por­que si lo supie­ra ya deja­ría de saber­se? Ese secre­to, sagra­do por des­co­no­ci­do, es la fisu­ra, la heri­da del Saber, la heri­da por la que yo, que soy cual­quie­ra, respiro.

Isa­bel Escudero

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