Chantal Maillard es poeta y filósofa, nacida en Bélgica (Bruselas, 1951). Premio Nacional de Poesía por su obra Matar a Platón y Premio de la Crítica por Hilos seguido de Cual. Doctora en Filosofía especializada en Filosofías y Religiones de India en la Banaras Hindu University (Benarés). Profesora titular de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Málaga hasta el año 2000.
Ego non sum / Ahamkāra
Me ejercité en la egolatría. Lo llamaba interés por el saber.
Al final de mi vida, hago recuento de amaneceres. Tan poca cosa fueron los sentimientos albergados, las teorías defendidas, los actos realizados, la voluntad que los guiara, tan poca cosa. Una habitación pequeña, austera. Apenas lo necesario. Tras la ventana, un árbol cuyas ramas se agitan con el viento. Toda la dicha que puedo anhelar en este mundo cabe entre este árbol y mis ojos. Esa paz. Y el rayo de sol que traza un rectángulo de luz sobre el algodón de la cortina.
Asombrosa, la costumbre que tiene el animal humano de identificarse con todo lo que piensa, dice o hace, añadiéndole un «yo» a cualquiera de sus actos, ya sean de la conciencia o del cuerpo. En la antigua India denominaron ahamkāra a esta conciencia-sujeto que se adhiere al acto y que probablemente tenga que ver con lo que los neurólogos occidentales llaman «propiocepción»: la conciencia de que el cuerpo «me» pertenece, de que cada uno de sus gestos «me» compete, de que no sólo camino, sino que cuando camino «sé» que soy yo quien camina. Lo sé o más bien lo doy por supuesto; que «yo» realice mis gestos es algo aparentemente implícito en su realización. Una extraña y exquisita esquizofrenia creada por la gramática, este desdoblamiento del acto en la conjugación del verbo. Reforzada, qué duda cabe, por el psicoanálisis, un torpe análisis lingüístico. Pues ¿qué sería de esta ciencia y de muchas de las denominadas «enfermedades mentales» –sin mencionar la moral y el sistema judicial– de no existir un pronombre que permita distinguir el acto de quien actúa?
Es muy poco probable que los animales no humanos piensen «yo me alimento» cuando se alimentan o «yo me cobijo» cuando se cobijan; no tienen necesidad de ello. La re-flexión del acto marca el origen de la escisión, la pérdida de la armonía. Y si el árbol del conocimiento pertenecía a los dioses, habremos de suponer que éstos no eran tan perfectamente felices como nos cuentan sino, antes bien, perfectamente desgraciados. Quién sabe si la famosa prohibición de Jehová no sería más bien un consejo, una generosa advertencia: Cuidaos de comer del árbol del conocimiento, pues seréis como dioses.
Ahamkāra: sabia delimitación que el sistema sāmkhya introdujo entre la mente y la conciencia. La mente (manas): el sentido que aúna las percepciones proporcionadas por los otros cinco, y la conciencia (buddhi): la capacidad de ver la realidad externa que los sentidos construyen y asistir, además, a esta construcción. El observador que, retirándose, fuese capaz de situarse convenientemente podría llegar a comprender el funcionamiento del universo. Pero ¿qué yo sería aquel que observase desde una conciencia despojada del yo? Baste por el momento con aprender a distanciarse de la mente, la agitadora, la habladora incontinente, asistir a las evoluciones del yo, tomar distancia de la voluntad que llama decisiones a las sacudidas del eterno proceso y se las atribuye.
Sin embargo, nadie permanece mucho tiempo ante una imagen detenida. Cierto temor al contagio de su fijeza, se diría, que sube por los pies como si fuese el frío de la muerte. La vida es movimiento, decimos. Y para sacudirnos inventamos festejos, ceremonias, juegos en los que el riesgo a perder algo, fortuna, alma o sosiego, nos hace sentir vivos. Todo lo que se mueve nos atrae.
Un insecto ha cruzado el marco de la ventana. Aquel súbito zumbido y la curva veloz que el insecto describe en la habitación vuelven a dirigir mi atención hacia el exterior. Ha de llegar un tiempo en que sobren las palabras, las discusiones se abandonen y donde hubo intransigencia se instale una calma amable. Vejez, le dicen, a ese estado, cuando la calma es el último deseo y en él todos los demás se disuelven. Ver levantarse y acostarse el día es para mí, ahora, el más importante de los acontecimientos. Contados son los amaneceres que me quedan: ¿qué podría compensar la pérdida de uno de ellos?
Hay que procurar que el mí se duerma para que las cosas encuentren sus pasajes.