Lectura estimada: 4 minutos

Unas miga­jas de… Chan­tal Maillard

blogchantal maillardsabiduríaverdad

Chan­tal Mai­llard es poe­ta y filósofa, naci­da en Bélgica (Bru­se­las, 1951). Pre­mio Nacio­nal de Poesía por su obra Matar a Platón y Pre­mio de la Crítica por Hilos segui­do de Cual. Doc­to­ra en Filosofía espe­cia­li­za­da en Filosofías y Reli­gio­nes de India en la Bana­ras Hin­du Uni­ver­sity (Benarés). Pro­fe­so­ra titu­lar de Estética y Teoría de las Artes de la Uni­ver­si­dad de Málaga has­ta el año 2000.

Ego non sum / Ahamkāra

Me ejer­ci­té en la egolatría. Lo lla­ma­ba interés por el saber.

Al final de mi vida, hago recuen­to de ama­ne­ce­res. Tan poca cosa fue­ron los sen­ti­mien­tos alber­ga­dos, las teorías defen­di­das, los actos rea­li­za­dos, la volun­tad que los guia­ra, tan poca cosa. Una habitación pequeña, aus­te­ra. Ape­nas lo nece­sa­rio. Tras la ven­ta­na, un árbol cuyas ramas se agi­tan con el vien­to. Toda la dicha que pue­do anhe­lar en este mun­do cabe entre este árbol y mis ojos. Esa paz. Y el rayo de sol que tra­za un rectángulo de luz sobre el algodón de la cortina.

En la mañana yo, pequeña nada que se afa­na en nom­brar el mun­do que per­ci­be. En la mañana yo, fren­te al mon­te, dice cernícalo y admi­ra el vue­lo dete­ni­do, la suspensión exac­ta, el leve tem­blor del vien­to en el extre­mo de las alas y, final­men­te, la cur­va sua­ve que el ave des­cri­be en dirección a la copa del pino. Ha llo­vi­do. El cie­lo está motea­do de pájaros. Ridícula esta­tu­ra, absur­da ver­ti­ca­li­dad del yo que se alza en la len­gua y dice mun­do y dice pájaro. La hume­dad del aire es lo que atri­bu­ye a cada cual su peso y su medi­da. Y todo jui­cio sobra.

Asom­bro­sa, la cos­tum­bre que tie­ne el ani­mal humano de iden­ti­fi­car­se con todo lo que pien­sa, dice o hace, añadiéndole un «yo» a cual­quie­ra de sus actos, ya sean de la con­cien­cia o del cuer­po. En la anti­gua India deno­mi­na­ron ahamkāra a esta con­cien­cia-suje­to que se adhie­re al acto y que pro­ba­ble­men­te ten­ga que ver con lo que los neurólogos occi­den­ta­les lla­man «propiocepción»: la con­cien­cia de que el cuer­po «me» per­te­ne­ce, de que cada uno de sus ges­tos «me» com­pe­te, de que no sólo camino, sino que cuan­do camino «sé» que soy yo quien cami­na. Lo sé o más bien lo doy por supues­to; que «yo» reali­ce mis ges­tos es algo apa­ren­te­men­te implícito en su realización. Una extraña y exqui­si­ta esqui­zo­fre­nia crea­da por la gramática, este des­do­bla­mien­to del acto en la conjugación del ver­bo. Refor­za­da, qué duda cabe, por el psicoanálisis, un tor­pe análisis lingüístico. Pues ¿qué sería de esta cien­cia y de muchas de las deno­mi­na­das «enfer­me­da­des men­ta­les» –sin men­cio­nar la moral y el sis­te­ma judi­cial– de no exis­tir un pro­nom­bre que per­mi­ta dis­tin­guir el acto de quien actúa?

Es muy poco pro­ba­ble que los ani­ma­les no huma­nos pien­sen «yo me ali­men­to» cuan­do se ali­men­tan o «yo me cobi­jo» cuan­do se cobi­jan; no tie­nen nece­si­dad de ello. La re-flexión del acto mar­ca el ori­gen de la escisión, la pérdida de la armonía. Y si el árbol del cono­ci­mien­to pertenecía a los dio­ses, habre­mos de supo­ner que éstos no eran tan per­fec­ta­men­te feli­ces como nos cuen­tan sino, antes bien, per­fec­ta­men­te des­gra­cia­dos. Quién sabe si la famo­sa prohibición de Jeho­vá no sería más bien un con­se­jo, una gene­ro­sa adver­ten­cia: Cui­daos de comer del árbol del cono­ci­mien­to, pues seréis como dioses.

Ahamkāra: sabia delimitación que el sis­te­ma sāmkhya intro­du­jo entre la men­te y la con­cien­cia. La men­te (manas): el sen­ti­do que aúna las per­cep­cio­nes pro­por­cio­na­das por los otros cin­co, y la con­cien­cia (buddhi): la capa­ci­dad de ver la reali­dad exter­na que los sen­ti­dos cons­tru­yen y asis­tir, además, a esta construcción. El obser­va­dor que, retirándose, fue­se capaz de situar­se con­ve­nien­te­men­te podría lle­gar a com­pren­der el fun­cio­na­mien­to del uni­ver­so. Pero ¿qué yo sería aquel que obser­va­se des­de una con­cien­cia des­po­ja­da del yo? Bas­te por el momen­to con apren­der a dis­tan­ciar­se de la men­te, la agi­ta­do­ra, la habla­do­ra incon­ti­nen­te, asis­tir a las evo­lu­cio­nes del yo, tomar dis­tan­cia de la volun­tad que lla­ma deci­sio­nes a las sacu­di­das del eterno pro­ce­so y se las atribuye.

Sin embar­go, nadie per­ma­ne­ce mucho tiem­po ante una ima­gen dete­ni­da. Cier­to temor al con­ta­gio de su fije­za, se diría, que sube por los pies como si fue­se el frío de la muer­te. La vida es movi­mien­to, deci­mos. Y para sacu­dir­nos inven­ta­mos fes­te­jos, cere­mo­nias, jue­gos en los que el ries­go a per­der algo, for­tu­na, alma o sosie­go, nos hace sen­tir vivos. Todo lo que se mue­ve nos atrae.

Un insec­to ha cru­za­do el mar­co de la ven­ta­na. Aquel súbito zum­bi­do y la cur­va veloz que el insec­to des­cri­be en la habitación vuel­ven a diri­gir mi atención hacia el exte­rior. Ha de lle­gar un tiem­po en que sobren las pala­bras, las dis­cu­sio­nes se aban­do­nen y don­de hubo intran­si­gen­cia se ins­ta­le una cal­ma ama­ble. Vejez, le dicen, a ese esta­do, cuan­do la cal­ma es el último deseo y en él todos los demás se disuel­ven. Ver levan­tar­se y acos­tar­se el día es para mí, aho­ra, el más impor­tan­te de los acon­te­ci­mien­tos. Con­ta­dos son los ama­ne­ce­res que me que­dan: ¿qué podría com­pen­sar la pérdida de uno de ellos?

Hay que pro­cu­rar que el mí se duer­ma para que las cosas encuen­tren sus pasajes.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.